Tengo catorce años, mis padres
dicen que tengo…tengo problemas. Eso es
lo que piensan, y de alguna u otra manera necesitan apartar las miradas que
caerían sobre ellos si no cuidaran de mí.
Cuando plasmo en las hojas de mi
cuadernillo sus miedos y mis esperanzas, acuden a su psicólogo para ponerlo al
tanto de mis movimientos, para que éste les cure el tener que acariciar un
espejo cada vez que se encuentran con mis borradores por la casa.
Ese hombre los exorciza, les vende
soluciones y explicaciones que no comprometan su imagen, les llena las manos de
pastillas, las mismas manos que ahorcan su libertad.
Aún así estoy un tanto ansioso por
estar frente al famoso psicólogo y ver
qué es lo que tiene para mí, saber cuáles serán los trucos que utilizará para
atraparme.
Hoy es el día. Es breve el transcurso
entre mi cama y el despacho del hombre. Voy acompañado de mis padres, quienes
una vez que entro al lugar sagrado se quedan mirándome como pensando “ahora
estamos completos”. Al entrar a la sala veo diplomas y títulos, pero lo que más
me llama la atención son los retratos que hay en una mesa al lado de un gran
sillón. Todas fotos con su familia, felices y sonrientes. Esto dentro de un
lugar carente de todo afecto, es como un lugar en blanco donde uno viene a
neutralizar sus problemas. Aunque no lo advertí a primera vista, ahí estaba el
hombre del día, quien se levantaba para recibirme.
Tomé asiento. Pidió que le contara por
qué estaba ahí. Sin decir una palabra abrí mi mochila, saqué mis garabatos y
cubrí sus retratos con ellos. El hombre se quedó mirándome extrañado.
Descolocándolo aún más le repetí su pregunta.
-Para ayudarte, respondió.
Pensaba ayudarme y aún no advertía mi
problema.
Le pedí que mirara uno de mis dibujos.
Se acercó a la mesa y lo tomó con su mano derecha. En silencio lo miró por
varios minutos.
El dibujo de este chico se mezcló con
la foto de mi familia, la invadió, invadió mi mente, acuarelas que se
retorcían, era yo, rodeado de mareos, yo era el de los problemas, problemas que
se formaron en las sombras de una casa de infancia en la que se convirtió mi
consultorio. Me mira, la foto me está mirando, Este chico se había convertido
en las paredes, en el techo, ¿cuántas cosas simulé resolver con mis métodos?,
esta no era una de ellas, ahora era lo mío lo que debía desenmarañar.
No había raíz de mis tormentos, y es
que yo estaba acostumbrado a buscar en situaciones ya dadas, sin un significado
específico, sólo falencias emocionales, ¿pero qué clase de falla era la mía?
Volví de un golpe a la realidad, con el niño en mi consultorio. Cuando vinieron sus padres a buscarlo sentí que se
estaba llevando algo de mí que no quería mostrarme. Al cruzar las calles ya no
era lo mismo, yo ya no era el mismo. Las cosas tenían otro matiz, no daba la
hora de volver a ver a mi paciente la semana entrante e interrogarlo acerca de
estas nuevas cuestiones mías.
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